En este contexto, regresar a las raíces del pensamiento liberal no es una mera tarea académica, es un acto de resistencia cultural, una necesidad urgente. Sin una comprensión clara y compartida de lo que realmente significa ser libres, los cimientos mismos de nuestra convivencia comienzan a desmoronarse.
Es la primera vez que comento una obra de carácter filosófico y de "no ficción" en mi canal. La verdad, no siento que haya sido yo quien eligió este texto; más bien, fue el texto el que me escogió a mí. Mi preocupación por el futuro de la humanidad es profunda, especialmente al observar el panorama tanto a nivel nacional como internacional. La libertad es uno de los pilares fundamentales sobre los cuales se ha edificado nuestra civilización.
Así fue como llegó a mis manos "Sobre la libertad" de John Stuart Mill, un texto imprescindible en cualquier biblioteca. No se trata solo de un tratado filosófico, es una brújula para quienes creemos en la libertad. En sus páginas, Mill defiende de manera apasionada la autonomía individual, el pensamiento crítico, y la acción libre y responsable. Pero, sobre todo, es un llamado a no dar por sentada la libertad, a comprenderla, ejercerla y protegerla como el derecho humano más sagrado.
Hoy, más que nunca, debemos interrogarnos nuevamente: ¿Somos realmente libres, o estamos sometidos a nuevas formas de opresión, más sutiles, más cómodas, pero igualmente peligrosas?
Si te interesa conocer mi reflexión sobre estas cuestiones, te invito a quedarte hasta el final de este vídeo.
¿Quién fue John Stuart Mill?:
John Stuart Mill nació en Londres en 1806, en el seno de una familia intelectual. Su padre, James Mill, filósofo y economista escocés, lo educó bajo una rigurosa formación racionalista. A los tres años leía griego; a los ocho, dominaba el latín. Desde su infancia fue preparado para convertirse en un pensador crítico, libre y profundamente analítico.
Es una de las mentes más influyentes del pensamiento liberal del siglo XIX. Economista, lógico, filósofo político, fue también defensor de los derechos individuales, de la educación pública, del sufragio femenino y de la libertad de pensamiento en su sentido más amplio y comprometido. Entre sus obras más relevantes destacan "Principios de economía política", "El utilitarismo" y, por supuesto, "Sobre la libertad" ("On Liberty"), publicada en 1859: un texto que desafía las conciencias adormecidas y nos interpela aún hoy.
Mill no solo buscó la felicidad general, sino que puso en el centro de su pensamiento el desarrollo pleno del individuo como ser autónomo, consciente y responsable. Su legado excede lo doctrinario: es una advertencia lúcida frente a los peligros del conformismo, la mediocridad intelectual y la tiranía de las mayorías.
Falleció en Aviñón, Francia, en mayo de 1873, a los 66 años, víctima de una infección respiratoria. Pero su voz persiste. Leer a Mill no es mirar el pasado: es intentar comprender la libertad como desafío permanente. Es, también, recuperar el alma crítica de la democracia.
Mill no ofrece recetas ni fórmulas. Su método es el del razonamiento pausado, del diálogo socrático, de la provocación reflexiva. Nos interpela no como súbditos ni como alumnos, sino como seres humanos capaces de pensar por sí mismos.
La Introducción:
La introducción de "Sobre la libertad" no es un mero preámbulo: es un manifiesto en toda regla. En apenas unas páginas, John Stuart Mill instala con precisión una pregunta fundamental que atraviesa la obra como un hilo invisible pero constante:
¿Dónde termina la autoridad de la sociedad y comienza la soberanía del individuo?
Puede parecer una interrogante abstracta, pero encierra una urgencia práctica y existencial. Mill no escribe para una élite académica. Se dirige al ciudadano despierto, al lector inquieto, a todo aquel que intuye, aunque sea vagamente, que la libertad, cuando no se protege con lucidez, se desvanece en el aire.
A través de una prosa clara y apasionada, Mill nos traslada a un momento histórico en el que la opresión ya no se ejerce solo desde tronos o decretos, sino desde algo más sutil y penetrante: la opinión pública, la presión social, las costumbres impuestas por la mayoría. El verdadero peligro ya no es solo vertical; ahora se disfraza de consenso, se diluye en la masa. Es la dictadura de lo normal, de lo aceptado, de lo que todos piensan, en fin, de lo "políticamente correcto".
Es aquí donde el espíritu socrático que recorre la obra cobra sentido. Mill no impone verdades; nos obliga a formular preguntas incómodas, a desconfiar de las certezas heredadas, a desenterrar nuestros valores y contrastarlos con la idea de libertad como bien supremo.
Su brújula ética es intransable: la única justificación válida para limitar la libertad de alguien es evitar el daño a otros. No el escándalo, no el prejuicio, no la costumbre ni la moral impuesta por el grupo.
En un tiempo como el nuestro, saturado de información, de ruido ideológico, de linchamientos digitales y cancelaciones morales, las palabras de Mill no pierden un ápice de vigencia. Por el contrario, se vuelven faro: la libertad solo florece allí donde hay pensamiento crítico, coraje intelectual y un respeto profundo por el otro, incluso, y especialmente, por aquel que no piensa como nosotros.
Capítulo I: "La libertad de pensamiento y expresión":
El primer capítulo se erige como un manifiesto vigoroso en defensa de la libertad de pensamiento y de expresión. Mill no las concibe como simples prerrogativas individuales, sino como fundamentos ineludibles para el avance moral e intelectual de la humanidad.
Silenciar una opinión, advierte, no es un acto neutral: es un agravio al entendimiento colectivo. No se trata de que toda opinión sea verdadera, sino de que su presencia obliga a la verdad a explicarse, a purificarse, a mantenerse viva en la llama del contraste. Una verdad que no se discute degenera en dogma; una creencia que no se confronta, en costumbre vacía. La libertad de expresión, por tanto, no es solo un derecho: es el aliento mismo de la razón.
Mill entronca aquí con la tradición más alta del pensamiento filosófico. Sócrates eligió la muerte antes que traicionar la voz de su pensamiento. Mill retoma esa actitud y la proyecta hacia una sociedad que debe aprender a tolerar el error, no como una amenaza, sino como parte indispensable del camino hacia la verdad. Anticipa objeciones, despliega contraargumentos y sostiene, con serena firmeza, que ningún poder tiene la custodia de la verdad absoluta.
En época de censuras veladas, de unanimidades impuestas, de algoritmos que premian la adhesión y castigan la disidencia, sus palabras resuenan con inquietante vigencia.
¿Estamos dispuestos a escuchar al que disiente o preferimos sofocar la diferencia bajo el pretexto del orden, del progreso o de la corrección?
Mill nos interpela con una verdad punzante: “Si no puedes defender tu verdad ante una falsedad, quizás no la comprendes del todo.” Atreverse a pensar, incluso cuando pensar duele. Ese es, quizás, el último reducto de la verdadera libertad.
Capítulo II: "La libertad de acción: vivir según la propia voluntad."
En el segundo capítulo, Mill desplaza el foco desde la libertad de pensamiento hacia un terreno aún más desafiante: la libertad de obrar, de vivir según la propia voluntad, incluso cuando esa voluntad contravenga normas, hábitos o las expectativas de la mayoría.
Aquí aflora con toda su fuerza la dimensión práctica de la libertad. Pensar distinto es una cosa; vivir de acuerdo con aquello que se piensa, cuando eso rompe con las convenciones sociales, es otra más arriesgada. Es precisamente en ese umbral donde, según Mill, muchas sociedades claudican. No basta con tolerar ideas en el plano abstracto: hay que permitir que esas ideas se encarnen en estilos de vida reales, visibles y posibles.
Mill sostiene que el individuo es soberano sobre sí mismo: sobre su cuerpo, su mente y su destino. Una afirmación que, en el contexto de su tiempo, fue radical. Y que hoy, en medio de nuevas formas de control simbólico, emocional y digital, sigue siendo desafiante. Porque una sociedad verdaderamente libre no es la que impone un modelo de vida correcto, sino aquella que abre espacio para la diferencia, incluso para el escándalo, para la disidencia, para lo que aún no comprendemos.
Por eso Mill valora a los “caracteres fuertes y originales”: no como rarezas, sino como catalizadores de renovación. Son ellos quienes expanden los márgenes de lo posible, sacuden las costumbres fosilizadas y nos recuerdan, con su sola presencia, que la libertad no es un ideal lejano, sino una posibilidad concreta.
Hoy, en tiempos donde la presión por “encajar” se ha multiplicado por mil en redes sociales, donde lo distinto suele pagarse con aislamiento o burla, este capítulo se vuelve un llamado urgente: a defender la libertad no solo de pensar, sino de ser.
Capítulo III: "La importancia de la individualidad"
En este capítulo, Mill sostiene que la individualidad no debe ser meramente tolerada, como quien concede una excepción incómoda, sino activamente promovida y cultivada como uno de los pilares esenciales de una sociedad verdaderamente libre. Con esta afirmación, se aleja del simple liberalismo político institucional para adentrarse en un terreno más hondo y personal: la autonomía del alma, la autenticidad como valor supremo.
Para Mill, una sociedad que obliga, por presión moral, tradición o costumbre, a que sus miembros piensen igual, vivan igual, se vistan igual o aspiren a lo mismo, es una sociedad que renuncia a su propio desarrollo. La uniformidad, advierte, es enemiga del progreso humano. Solo a través de la expresión genuina del carácter individual del temperamento, los intereses, las pasiones e incluso las excentricidades puede florecer una civilización rica, diversa, intelectualmente fértil.
Lejos de parecer obvia, esta idea constituye una crítica feroz y vigente a todas las fuerzas que tanto hoy, como ayer, buscan moldearnos en serie: la moral impuesta, la educación domesticadora, los discursos oficiales, los medios de masas, y en nuestros días, los algoritmos que encierran en burbujas de pensamiento complaciente. Mill anticipa, con inquietante lucidez, el riesgo de una “dictadura de lo normal”.
Una sociedad libre necesita personas vivas, con iniciativa, con criterio propio, con la valentía de disentir. No meros eco de las voces ajenas, sino conciencias despiertas, capaces de romper inercias y abrir nuevas rutas. De esas almas solitarias y valientes nacen las ideas que transforman el mundo.
Mill no exalta la individualidad como un gesto romántico. Lo hace porque cree, firmemente, que en ella reside el motor del florecimiento humano: "Atrévete a ser tú mismo, aunque incomodes. Especialmente si incomodas."
Capítulo IV: "De los límites del poder de la sociedad sobre el individuo":
Este capítulo aborda uno de los dilemas más complejos de la vida en comunidad: ¿hasta qué punto tiene derecho la sociedad a intervenir en la vida del individuo? Mill se mueve aquí con cautela, porque reconoce que toda libertad ocurre dentro de un marco social; no somos islas, vivimos conectados.
El principio rector que propone sigue siendo el mismo:
La única razón legítima para restringir la libertad de una persona es evitar daño a otros. Pero este capítulo da un paso más al explorar situaciones grises, donde esa línea entre daño a otros y autonomía personal no siempre es clara.
Mill advierte contra dos peligros: El exceso de control social disfrazado de moral pública y la indiferencia hacia comportamientos antisociales que sí causan daño real.
Aquí emerge el espíritu socrático: ¿Qué significa “dañar al otro”? ¿Quién establece ese daño? ¿Cuál es el rol de las leyes y cuál el de las costumbres? ¿Es legítimo juzgar y sancionar estilos de vida distintos solo porque no encajan en lo “normal”?
Mill sugiere que la vigilancia más peligrosa no es la policial, sino la moral. La mirada del otro, cuando se convierte en tribunal, puede ser más opresiva que la ley. Y sin embargo, una sociedad sin normas compartidas tampoco puede funcionar.
El equilibrio no es simple. Se trata de crear una cultura donde la crítica no se transforme en linchamiento, y donde la libertad no se convierta en egoísmo. Para Mill, el individuo debe tener el espacio para crecer y errar, pero también la responsabilidad de considerar el efecto de sus actos sobre los demás.
Capítulo V: Aplicaciones prácticas de los principios:
En el último capítulo Mill abandona la abstracción teórica para enfrentar un desafío más complejo: el de la acción concreta. Con sobriedad y rigor, toma los principios previamente desarrollados (la libertad de pensamiento, de acción, de individualidad, y los límites legítimos al poder social) y los somete a prueba en el terreno de la vida real.
Mill se interroga sobre las tensiones que surgen cuando la autonomía individual parece chocar con el bien común. ¿Debe una sociedad civilizada permitir que un individuo se autodestruya en nombre de su libertad? ¿Tiene el Estado derecho a intervenir en los hábitos privados, en la educación, en las costumbres, en la intimidad misma? ¿Dónde trazar la línea entre el respeto a la persona y la necesidad de un orden compartido?
Su respuesta, aunque fiel al principio rector del daño a terceros, no es dogmática. Mill reconoce que hay contextos, como el de los menores de edad o personas incapacitadas, en los que la libertad requiere protección, guía y, en ocasiones, límite. Pero insiste: la libertad nunca puede ser reducida a mero capricho ni aplastada bajo el peso de la costumbre o la opinión pública. Es un derecho y también una responsabilidad. Exige madurez, lucidez moral, y el coraje de sostenerse en pie frente a las presiones del conformismo.
Es un capítulo final que anticipa debates aún hoy estremecedores en nuestras democracias: el rol del Estado frente a la vida privada, los límites de la corrección social, la delgada frontera entre cuidado y control. Mill nos advierte que el verdadero peligro no siempre proviene del poder institucional, sino de la mirada inquisitiva de la mayoría, del juicio social que pretende dictar cómo se debe vivir, pensar o sentir.
Mill concluye su obra con la altura de un pensador mayor: afirmando que la libertad no es licencia ni caos, sino un ideal arduo, elevado, profundamente humano. Y que en cada acto de pensamiento autónomo, en cada elección personal hecha con conciencia, se juega no solo nuestra dignidad, sino la vitalidad misma de la democracia.
Conclusión:
Al cerrar "Sobre la libertad", no solo dejamos atrás un tratado filosófico: abandonamos sus páginas con la inquietud de quien ha sido interpelado en lo más íntimo. John Stuart Mill no escribe para lectores del siglo XIX. Habla, con voz serena y firme, al porvenir y es hoy.
En el 2025, vivimos inmersos en democracias frágiles, un mundo ideologizado y saturado de información. Inmersos en el ruido constante de las redes sociales, donde la libertad parece a veces confundirse con espectáculo y la opinión pública se hace valer con fuerza. Nunca como ahora ha sido tan fácil censurar sin argumentos, seguir sin pensar y replicar sin comprender. En este contexto, las ideas de Mill adquieren una vigencia urgente, casi profética.
Su defensa de la libertad de pensamiento nos recuerda que el disenso no es una amenaza, sino el oxígeno de toda sociedad viva. Su exaltación de la individualidad nos advierte que no hay progreso en la homogeneidad, y que lo distinto, aunque incomode, debe ser protegido, no suprimido. Su llamado a limitar el poder social, incluso cuando se presenta en forma de moralidad mayoritaria, nos obliga a repensar la forma en que juzgamos y condenamos al otro.
La libertad que Mill nos propone no es cómoda. Es exigente. No se trata de hacer lo que se quiere, sino de pensar por cuenta propia, de actuar con responsabilidad, de vivir con conciencia de los otros sin renunciar a uno mismo. Ese es, quizás, el mensaje más profundo de esta obra: que la libertad no es un punto de llegada, sino una práctica cotidiana, un ejercicio constante de dignidad personal y compromiso cívico.
Y es en este siglo XXI convulso y desafiante, donde la lectura de "Sobre la libertad" se vuelve se vuelve imprescindible.
Saludos.

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